José Luis Jara
En una de las últimas visitas que le hice a nuestro querido camarada Rubén, aproveché para darle las gracias. Gracias por lo que me enseñaste y las lecciones que nos diste en una época en que nuestro corazón palpitaba como un fuerte tambor por la liberación social, por la revolución socialista y con entereza gritábamos patria o muerte, en un contexto de represión policíaca y militar.
En especial, le di las gracias porque él fue quien encabezó una protesta que nos salvó la vida a varios compañeros que militábamos en el Partido Revolucionario de los Trabajadores.
Fue el 10 de agosto de 1977. Apenas iba a cumplir los 17 años, cuando nos enteramos desde temprano, de un supuesto operativo de la Liga Comunista 23 de Septiembre. Tomaron por asalto un camión que transportaba a los trabajadores de una empresa frigorífica de Hermosillo, para repartir el periódico Madera, que editaban para convocar a la lucha armada en todo el país.
Con todas las sospechas del mundo, nos empezamos a comunicar entre los compañeros perretistas, con el fin de auto protegernos y comprender lo que estaba pasando. Debíamos organizar una defensa en base a la movilización.
La primera noticia lamentable que recibimos, fue que un escuadrón de la famosa Brigada Blanca, había secuestrado al compañero Isidro Leyva.
Nos reunimos en la casa que rentaba el compañero Jossy, originario de San Luis Río Colorado, que se encontraba a un lado de la cantina del Pluma Blanca.
Discutimos bajo tensión. No podíamos dejar sólo al compañero Chilo y decidimos salir a la calle para hacer pública la represión. Se hicieron volantes donde se relataba la cacería de brujas que se había desatado contra los dirigentes sociales de Hermosillo. Y en una brigada nos dirigimos al mercado municipal.
Desde que empezamos a distribuir los volantes, sentí la persecución. Esto hay que hacerlo rápido, me dije, a la vez que repartía la propaganda. En el mercado municipal, se me acercó un hombre paras pedirme un volante. En cuanto lo vi, la sospecha se apoderó de mí, porque reconocí su cara en un par de veces y en diferentes partes del recorrido que llevábamos. Me están cazando, me dije urgido. Y cuando intenté correr, el tipo me alcanzó de un brazo, sacó una pistola y me la encajó en la espalda. ¡Cálmate perro, si no te va a llevar la chingada!
Eran como las 11 de la mañana. Me subieron a golpes y empujones en un carro y me trasladaron a los separos de la PGR. Me bajaron con los ojos vendados y a partir de ahí, no cesaron los golpes con la palma de sus manos sobre mis oídos. Los puñetazos en las partes blandas eran lo que mejor hacían. Me sacaron los mocos, me hicieron vomitar. Y después de eso, me ahogaron en la taza de un baño.
Todos esos golpes, todas esas ahogadas, esas patadas, todo eso y más, iban acompañadas de una pregunta: ¡¿quién es ese lenoncito?! Mi sola respuesta de no sé, provocaba una marea alta de puñetazos y patadas, de zambullidas en un inodoro donde esos desalmados orinaban frente a mí.
¿Dónde está ese lenoncito? ¿Dónde guarda las armas?
Me preguntaban una y otra vez. Y ante cualquier insinuación que daba, arreciaban los golpes. Y comprendí que el silencio era mi mejor respuesta.
Se cansaron de torturarme. Se ablandaron conmigo. Hasta me llevaron unos huevos guisados con frijoles y unas tortillas de maíz. Había perdido la noción del tiempo. La hora no podía estimarla porque me tenían en una celda oscura.
En eso, los de la brigada blanca, volvieron al ataque.
-Vamos a ver hijo de tu puta madre si no nos dices dónde está ese lenoncito.
En ese año, estudiaba en el Colegio de Bachilleres. Habíamos organizado un movimiento estudiantil para detener el aumento a las colegiaturas que nos habían anunciado. Preparábamos el apoyo a la lucha que darían en un futuro cercano los maestros, maestras, trabajadores, trabajadoras del Cobach para obtener el registro legal como sindicato independiente y democrático.
En medio de los golpes, comprendí la razón de mi secuestro. La Brigada Blanca quería descabezar los movimientos que se avecinaban.
Entraron de nuevo los guaruras y me dijeron: ya tenemos preparadas tus botas de concreto para tirarte a la presa. Te las vamos a poner si no nos dices dónde está ese pinche lenoncito.
Me llevaron a rastras al baño. Para estas alturas de la represión, encontré la manera de burlarlos. Tenía capacidad de durar poco más de 3 minutos bajo el agua y cuando me sumergieron en una taza llena de agua con orines, con el cuerpo holgado empecé a contar uno por uno los segundos hasta llegar a los 60. Solté un poco de aire y guardando una reserva de oxígeno, fingí unos estertores de ahogamiento. Volví a contar, 1, 2, 3, hasta llegar al 20, de plano, solté el cuerpo. Me sacaron de la taza y yo mantenia como tesoro, una pequeña reserva de oxigeno en mis pulmones.
-¿Dónde guardas las armas que te dio el lenoncito ese?
Y antes de que me metieran de nuevo a la taza, por allá a lo lejos, escuché una voz de protesta. Una voz que exigía la libertad de los presos políticos. Libertad para Isidro Leyva. Libertad para José Luis Jara.
Era una voz inconfundible para miles.
El guarura de la Dirección Federal de Seguridad me metió de nuevo a la taza del baño y yo sólo dije en el silencio aterrador que sólo se da en un estado de ahogamiento; Allí está tu Lenoncito, cabrón hijo de perra. Y empecé a contar de nuevo 1, 2, 3, 4, 5…hasta llegar al minuto para a volver a armar el teatro bajo el agua con orines, con golpes y mentadas de madres.
Fueron los últimos momentos de esa tortura que todavía me acompaña, de esa noche del 10 de agosto. Al siguiente día, muy temprano, me subieron a un carro y con todo el cinismo e impunidad del mundo, esos agentes de la policía política mexicana, me arrojaron del vehículo en la vía pública, por la calle Matamoros, frente a lo que fue, en ese tiempo, Librolandia.
Rubén me salvó la vida. Doy gracias por ello. Gracias le dije ayer. Gracias lo digo hoy. Y gracias lo diré siempre
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